Quemera









    Gladys vive a quince cuadras de la quema. A pesar de que hace años que ya no se quema basura en ese lugar, siguen llamándola así. La quema es un basural a cielo abierto. Restos de comida, ropa vieja, pedazos de cobre, madera, papeles, todo se mezcla ahí. La mercadería más codiciada es la que tiran los supermercados y las fábricas de alimentos porque todavía no esta vencida y algo siempre se puede rescatar.
    Desde la ventana de la casa de Gladys se ven las montañas de basura. Una masa que de lejos no tiene un color definido. El aire está cargado de un olor agrio y ácido al que se acostumbró con el tiempo. Al atardecer el olor se hace más intenso.
No fue fácil decirse ir a la quema. Gladys no quería. Pero una vecina le dijo que ahí podía encontrar cosas buenas que después se podían vender. Hacía más de un año que va al basural. La acompaña su hijo de diez años. Salen después de la siesta. El chico es flaquito y bajo para la edad que tiene. Lo lleva porque es rápido. Él puede trepar la montaña de basura en segundos, permanecer en la cima sin hundirse demasiado, hacer equilibrio, buscar, encontrar, sacar y bajar.
   Gladys mira el cielo sin nubes. Ya no va a llover más, dice. Cruzan la calle y se dirigen a la ruta. Cuando llegan Gladys agarra la mano de su hijo. Los autos pasan a gran velocidad. Cruzan corriendo.
    Caminan por el costado de un arroyo. Hay olor a barro mojado. Las orillas están cubiertas de yuyos altos y bolsas de basuras. En el agua flotan botellas de plástico vacías. El ruido del tránsito se escuchaba a lo lejos. Hay olor a plantas, dice el chico. Para él había distintas clases de olores. Estaba el olor a podrido del arroyo. El olor a laguna y humedad del caño que tienen que atravesar antes de llegar al basural. El olor de la noche cuando vuelven caminando por la ruta. Y este olor, el del basural, olor a restos de comida fermentada.
    Pasan por debajo de la autopista, sienten como pasan los autos. Siempre hay agua acumulada y se mojan los pies. Después se abren paso entre los yuyos. Salen a un alambrado que tiene un portón de madera. Un cartel dice: Propiedad Privada. Prohibido Pasar. Gladys cuenta a los policías que están custodiando. Son diez y todos tienen armas.
   Los quemeros van al basural en bicicleta y acompañados. Muchos tienen carros. Hay más mujeres que hombres. Los quemeros esperan la orden de los policías para poder entrar. Gladys se sienta sobre unas piedras. De pronto las bicicletas comienzan a moverse. El portón está abierto. Gladys y su hijo pasan. Gladys observa que sacaron los pinos que estaban en la entrada. Ahora los policías pueden ver todo.
Caminan hacia la quema, el olor se vuelve más intenso. Cruzan un pequeño puente. Todavía faltaba para el basural. Van por un camino asfaltado, a los costados hay columnas de iluminación. Desde ahí se ven los autos que pasaban por el Camino del Buen Ayre.
    Un camión sale con los obreros que trabajan ahí, lo acompaña un patrullero. Hay garitas con personal de seguridad por todos lados. Los policías que estaba en la entrada, ahora viajan en la caja de las camionetas de la empresa hacia el basural.
   Las montañas de basura aparecen. Los quemeros corren por el terreno con ondulaciones. Los dan cuarenta y cinco minutos para revolver la basura.
   Gladys sabe que si no se apura no encontrara nada que pueda servir. Mira las dos montañas de basura, tierra y cascotes. ¿A cuál vamos? Le pregunta a su hijo. A ésa, contesta el chico y señala hacia la derecha. En la cima de esa montaña hay una pala mecánica. Abajo hay un patrullero.
    El comienzo del camino es de tierra, después comienza la basura, ahí el camino se hace blando y desparejo. Un líquido negro y espeso cae de los costados de las montañas como una catarata sin ruido.
    Gladys observa la cantidad de personas, le preocupa que no dejen nada. Camina con cuidado porque a veces la tierra se hunde más de la cuenta. Gladys sabe de un quemero que se hundió en un pozo de tripas y líquidos de los que tuvo que salir nadando.
Suben la montaña. La montaña tiene entre doscientos y trescientos metros de ancho y largo. Cada cinco, diez metros hay personas esparcidas entre la basura, paradas o agachadas. Buscando, en silencio. En la superficie ya no quedan bolsas cerradas. Se llevaron todo, dice Gladys. Observa a su alrededor, basura desparramada por todos lados.
    -Allá, dice Gladys. Su hijo la sigue, él llega primero a una de las pocas bolsas cerradas que quedan. Gladys se agacha, con las uñas rompe el nylon, lo estira con los dedos hasta romperlo, le quedan los dedos mojados, pegajosos, se los limpia en el pantalón. La bolsa se abre, sólo ve hojas secas, mete la mano, encuentra un cañito de aluminio de unos veinte centímetros. Esto sirve, dice y lo saca. Se lo da a su hijo para que lo guarde.
   Algunos sacan lo que se paga mejor: nylon, cobre, metales, plástico. Otros sólo van a buscar comida. Gladys busca telas y ropa pero sobretodo mercadería, algo para comer. La condición es que esté limpio.
   Camina hacia un precipicio de basura. Abre otra bolsa que encuentra en la superficie y saca un jean usado, arrugado, no tan sucio. Esto se lava y sirve, le dice a su hijo. Revuelve un poco más, encuentra un par de mocasines y unas chancletas de cuero. El hijo la sigue con la bolsa donde guardan lo que encuentran.
Un pibe se acerca al hijo de Gladys y le muestra un pedazo de papá y una zanahoria sucia.
-De dónde lo sacaste- pregunta el hijo de Gladys.
-Allá-dice el pibe.
-Mamá, mira lo que encontró- dice.
Gladys mira al pibe.
-Arriba de todo-dice el pibe y se va.
Arriba de todo tiran la basura que viene de los supermercados.      Los camiones de los supermercados entran antes que las personas, tiran los comestibles y después lo tapan todo con basura. Una vez que está todo enterrado dejan entrar a la gente.
Cajas de puré de tomates, leche en polvo, pañales, cigarrillos, todo está bajo la basura. La mercadería no está vencida. Puede estar aplastada o mal cortada pero pocas veces está vencida. También tiran televisores, videos, radios. Pero eso se lo queda la policía.
Gladys y su hijo suben. A medida que se acercan hay más gente.            Una mujer pelea con un chico por una caja llena de paquetes de galletitas. Su hijo levanta un paquete de galletitas aplastado y lo guarda en la bolsa.
    Dos mujeres gritan, encontraron budines. Gladys se acerca, los ve aparecer bajo la tierra y la basura. Escarba con los dedos, saca tres budines, no puede ver la marca, tampoco encuentra la fecha de vencimiento. Igual los guarda y sigue.
      Gladys levanta la mirada, no ve a su hijo. No puede encontrar un punto de referencia que la ayude a encontrarlo. Todo es igual, los lugares, las ropas de las personas, las bolsas. Se le aflojan las piernas. Ahora, a los gritos de las mujeres se le suman gritos de chicos. Gladys mira, pero ahí no está su hijo. Se aleja del lugar de los budines, camina y mira cada grupo de personas, su hijo no está. Piensa en gritar pero no cree que sirva para algo.
    -Mamá, las papas están arriba de todo.
     Gladys se da vuelta.
   -¿Dónde te metiste? Le dice enojada.
   -Arriba están las papas. Hay zanahorias también, le dice.
    Gladys lo agarra de un brazo. Cuando te digo quedate ahí, te quedas ahí, dice. Todavía siente el nudo en el estómago.
    La iluminación del basural se enciende. Los policías de la montaña de enfrente tocan silbato. Todos empiezan a bajar.
-Nos tenemos que ir-dice Gladys.
-Busquemos las papas, yo vi donde están-le dice su hijo.
    Gladys le dice que vaya rápido, que se apure, y que tenga cuidado. Que ella no sube porque las bolsas son pesadas. Se sienta en una de las bolsas. Gladys sigue a su hijo con la mirada hasta que ya no lo ve. Los silbatos de los policías aturden. En la cima de la montaña hay un camión tirando basura nueva.
     Ya pasaron quince minutos y su hijo no vuelve. No queda nadie. Gladys deja las bolsas y sube. Le cuesta ver con esa luz. Sube un poco más. Observa la basura nueva. No ve a su hijo por ningún lado. Un policía se acerca y le grita que se tiene que bajar. Gladys le dice que está buscando a su hijo. 

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