Tres veces año nuevo

Hace treinta años que Franco vive en Australia. En todo ese tiempo vino cinco veces a Buenos Aires. Sus padres viven en San Miguel, en un barrio lejos del centro. Un barrio que tiene las calles de tierra y que todavía no tiene gas natural.
A Franco nunca le gustó San Miguel. Por eso cuando se enteró que Australia pedía inmigrantes para trabajar, Franco no lo dudó. Dejó la fábrica textil donde trabajaba y se fue con su mujer y su hija de tres años.
Franco vive a media hora de Sidney, en un barrio con calles asfaltadas. Las casas son todas iguales. Techos a dos aguas, cercas blancas y jardines de césped bien cortado.
Hace un año que murió su padre. No pudo viajar. No pudo ir al entierro. El entierro. Era lo que más le dolía, no haber estado ese día, en ese lugar.
Ahora está en el jardín, arrodillado sobre la tierra blanda. No usa guantes. Con una pala remueve la tierra alrededor del rosal. Los gusanos blancos se están comiendo las raíces. Se pregunta cómo pudo pasar. Franco los saca con la mano, después rocía la tierra con insecticida. Nunca se hubiera imaginado que el jardín le podía importar tanto.
Antes iba a pescar , de noche. Pero ya no lo hace. Iba a pescar a un lago que estaba a dos horas de viaje. El lago estaba en el medio de un bosque. Sólo había una casa de madera donde vivía un hombre que vendía lo necesario para poder pescar y provisiones para los pescadores.
A Franco le gustaba pararse en el borde del lago, y entrar despacio, hasta tener el agua sobre las rodillas.
El último día que fue había luna llena. La luna echaba su luz sobre el agua oscura. De repente escuchó a los grillos, observó el agua. Patos blancos dormitaban acurrucados en el medio del agua. Se preguntó como lograban sostenerse.
Sintió que la ausencia estaba en todas partes, que el lago estaba vacío, que no había peces, que no había nada. Delante de él, el lago era sólo una sombra negra, que se movía con un movimiento imperceptible. Tenía la cara húmeda. Los ojos ya no veían. No volvió a pescar.
Decidió que lo mejor era dedicarse a cuidar el jardín. Estaba en su casa, rodeado de ruidos domésticos. Algún que otro motor de auto irrumpía en los silencios de sus pensamientos. Franco aplasta la tierra con la manos. Después riega.
Esta noche viaja a Buenos Aires. Esta noche es año nuevo en Sidney. Lo va a pasar en el aeropuerto. Así se lo dijo a su hija.
Sube al avión a las 23.30. El avión va lleno de pasajeros. Hombres y mujeres en su mayoría solos. A Franco le toca como compañera de asiento, una chica australiana que le dice que viene a pasear a Buenos Aires y de paso a mejorar su español.
Quince minutos antes de las doce las azafatas reparten copas de champagne. Franco agarra un copa. A las doce brindan. Todos contentos.
El avión hace escala en Nueva Zelanda. Y otra vez brindis. Es la segunda vez que festeja el año nuevo. Está vez no toma. No tiene ganas. Duerme.
El vuelo llega a Buenos Aires con cinco horas de demora. No podían aterrizar. Hay paro en el aeropuerto. Franco quiere bajar. Va y viene al baño. Por fin les dicen que se abrochen los cinturones porque iban a aterrizar.
La azafata dice que en Buenos Aires son las 21.00hs, que la temperatura es de 30 grados. Y desea feliz año nuevo.

Comentarios

María W. dijo…
Buena historia!
Buenas las fotos de Frank.
Y... gracias por poner ahí abajo la tarjeta: un honor. Besos.

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