Nochebuena

El intendente decidió pasar la nochebuena con las personas que vivían en las calles de la ciudad. Por eso convirtió la avenida de Mayo en un gran comedor.
Ciento cincuenta mesas y más de quinientas sillas cubrían el asfalto brilloso de la avenida. Las sillas y las mesas eran de plástico blanco. No tenían manteles. Sobre las mesas había botellas de Coca Cola y platos con dos o tres panes.
En un costado había tres mesas. También eran de plástico pero tenían manteles de tela roja. De los bordes colgaban moños dorados que se movían con el viento suave de la noche de verano.
La calle estaba más iluminada que de costumbre. Luces de neón con formas de estrellas atravesaban la calle como un gran arco iris amarillo. Sobre las veredas había reflectores que daban una potente luz blanca. El cielo estaba lleno de nubes pero era difícil verlo.
Hombres y mujeres bajaban de las combis municipales. Algunos están abrigados, a pesar del calor. De a poco fueron ocupando sus lugares. Lo primero que hacían era tomar Coca Cola.
-El intendente ha sido muy generoso al brindarnos esta cena-dijo el locutor que animaba la noche. –Pido un gran aplauso para él.
Funcionarios que querían hacerse ver, caminaban y saludan , se reían, hablaban por teléfono celular. Entraban y salían del edificio municipal, controlando que todo estuviera bien. Listo para recibir al intendente.
La mirada de la secretaria del intendente fue la señal que hacía falta para empezar a servir la comida. El menú consistía en una presa de pollo al horno, ensalada rusa y dos empanadas. Todo estaba en una bandeja como las que dan en los micros.
Mujeres voluntarias atendían las mesas. Eran mujeres bien vestidas y maquilladas. A medida que repartían las bandejas decían en qué consistía el menú. Los que recibían la bandeja, la miraban con desconcierto. La daban vuelta, observaban lo que había adentro.
-Esto está frío-dijo una mujer vieja, que tenías los anteojos rotos y pegados con cinta adhesiva.
Los demás integrantes de la mesa observaron sus bandejas, rompieron el papel film que las cubría. Sacaron los cubiertos de plástico del envoltorio. Este cuchillo no corta-dijo un hombre que comía y tenía un cigarrillo encendido entre los dedos.
El viento suave se hizo más fuerte. Volaron algunos vasos de plásticos y servilletas. Alguien dijo que ya había llegado. El intendente apareció de repente. Estaba vestido con una camisa blanca y jeans azules. Un grupo de fotógrafos lo rodeó.
El intendente caminaba como si no viera los flashes, como si no supiera que cada gesto suyo estaba siendo registrado. Sin embargo estaba preparado para eso. Se lo veía como a un actor que acaba de terminar su función y saluda orgulloso de su trabajo. Sonreía.
El intendente no tenía guardaespaldas. Caminaba con tranquilidad simulada. Era como un gato desconfiado y alerta. Los trayectos que recorría eran cortos y siempre los mismos. Cerca del escenario, cerca de donde estaba el personal de seguridad contratado, cerca de sus funcionarios.
Sonreía, acariciaba cabezas de chicos, como bendiciéndolos. Besaba a las voluntarias que se acercaban, se sacaba fotos con ellas.
El locutor subió al escenario.
-Pido un fuerte aplauso para el intendente que ya está entre nosotros- el locutor aplaudió. Los que comían dejaron de hacerlo y comenzaron a aplaudir.
El intendente no subió al escenario. Se quedó parado en un costado. Levantaba los brazos y saludaba. Y sonrió Lentamente se acercó a la mesa con manteles rojos. Ocupó la silla del medio.
-Brindo por el señor intendente- gritó una mujer que estaba sentado en una de las mesas sin mantel.
El intendente se paró , levantó su copa y brindó con todos. Sonrío y movió la cabeza a un costado y al otro. Se sentó dispuesto a comer.
Un hombre que tenía el pelo largo y canoso se acercó a la mesa del intendente. Era gordo, estaba vestido con un pantalón con rayas grises, un remera negra y un saco de lana gris. Lo acompañaban dos perros. Uno tenía era de color negro, flaco y tenía las orejas paradas. El otro era blanco con manchas marrones. No estaba tan flaco y era más bien petiso.
El hombre apoyó tres bolsas en el piso.
-Vengo a comer-dijo el hombre.
El intendente estaba concentrado en recibir halagos. No se daba cuenta de lo que estaba pasando.
-Esta mesa no es para usted-dijo la secretaria del intendente en voz alta- Allá tiene que sentarse-dijo y apuntó con el dedo índice al grupo de mesas sin mantel.
El intendente escuchó la voz de su secretaria. Miró. Se pasó la mano por la cabeza y miró el reloj. Ya no sonreía. El locutor anunciaba los números musicales que habría durante la noche.
El hombre levantó sus bolsas y se sentó en una de las sillas vacías, al lado del intendente. Dejó las bolsas detrás de las sillas. Los perros se echaron a un costado. Entre la silla del hombre y la del intendente.
El intendente lo observó. Sonrió.
El saco de lana del hombre rozaba la camisa blanca del intendente. El intendente se movió. Fue un movimiento imperceptible. Un movimiento que sólo el hombre pudo sentir. Porque cuando el intendente se movió el hombre lo miró y volvió a acomodarse, corrió la silla, se acercó y el saco volvió a rozar la camisa del intendente.
El intendente apoyó las manos sobre la mesa. Se levantó. El perro negro levantó la cabeza, miró al intendente y gruño.
-Queremos comer-dijo el hombre.


Andrea Lobos
Enero 2007

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