Mi papá

Esa noche mi tío el Negro llegó con una mujer embarazada y dos nenas chiquititas. No traían bolsos.
Hacía mucho calor. Mis padres estaban sentados en el umbral de la puerta de casa. Mi hermanita y yo jugábamos carreras desde la puerta hasta la esquina. Nos preparábamos para la próxima carrera. Yo fui la primera que vi a mi tío. Listo, preparado, ya, grité y corrí lo más rápido que pude para llegar a la puerta de casa.
-Ahí viene el tío-dije con la respiración agitada.
-¿Qué tío? Dijo mi papá.
-El Negro-contesté.
Mi papá estaba sentado en el umbral de la puerta de casa. Fumaba. Se levantó, tiró el cigarrillo a la vereda y lo aplastó hasta apagarlo.
-Hola hermano-dijo mi tío.
Mi papá lo miró con sorpresa. No lo alegraba verlo. Y yo lo sabía. También sabía que cuando mi tío aparecía era para pedirle plata a mi papá. Hacía más de dos años que no lo veíamos. Las últimas noticias decían que estaba viviendo en Puerto Madryn.
Mi tío le debía plata a medio San Miguel. A mi papá le daba vergüenza ser reconocido como el hermano de el Negro. Aunque no aparecía por meses, siempre había alguna persona que se ocupaba de recordar su existencia. Esos recuerdos nunca eran buenos.
Una vez mi padre había estampado quinientas remeras. Eran para una modista que tenía un taller chico. Mi padre entregó el trabajo. Cuando quiso cobrar, la modista le dijo que no le iba a pagar porque mi tío le había robado plata. Mi padre supo en ese momento que la modista y mi tío habían vivido juntos durante un año. Mi tío la dejó y se fue con la plata.

Hubo una época en la que mi tío trabajó en la estampería de mi papá. Eso fue cuando mi tío tendría unos veinte años. Mi abuela no podía con él. Estaba cansada de que se pasará el día tocando la batería. De que no trabajara. Entonces le pidió a mi papá que lo empleara en la estampería, creyendo que una forma de encarrilar a mi tío.
Mi papá aceptó. Lo puso como encargado de la estampería. Tenía como obligaciones controlar a los obreros, que el trabajo estuviera en tiempo y forma. Nada de eso pasó.
El socio de mi papá empezaba a cansarse de mi tío, de sus aires de grandeza, se creía el dueño de todo.
O tu hermano o yo, le dijo el socio. Al día siguiente mi papá ya no tenía socio.


Esa noche mi papá miró a mi tío, miró a la mujer que estaba con él y las nenas. Me miró a mi y a mi mamá. Estaba preocupado y se le notaba. Mi mamá no saludó a mi tío. Ella se fue a casa.


Las nenas y la mujer de mi tío estaban durmiendo en mi cama. Las odiaba por eso. Mi hermana y yo estábamos acostadas en la cama grande con mi mamá. La luz estaba apagada. La puerta del dormitorio estaba abierta. Escuchábamos lo que hablaban mi tío y mi papá.
-Me quieren matar- dijo mi tío.
-Quién te quiere matar-preguntó mi papá.
Mi tío le contó que tocaba la batería en un cabaret de Puerto Madryn. Que se había enganchado con una bailarina. La bailarina era la mina del dueño.
Cuando el dueño se enteró fue a la casa que le había prestado a mi tío.
-Rajá de acá-me dijo- Sacó un fierro y me lo puso en la cabeza-contó mi tío.
Sólo se escuchaba la voz de mi tío.
-No pude sacar nada de la casa. Nos hizo subir al auto de él y nos llevó a la terminal de micros.
-Es mentira-dijo mi mamá y se acomodó en la cama.



Mi papá sabía que era un error dejar que mi tío se quedase en casa. Pero no pudo hacer otra cosa.
-Es por una semana-dijo mi tío.
Esa semana fue un infierno. Mis padres discutían a cada rato.
-Que se vayan a la casa de tu mamá- decía mi mamá.
Mi papá decía que no podía hacer eso. Que mi abuela se iba a enojar.
Mientras tanto mi tío, su mujer y las nenas seguían en casa. Un paquete de azúcar duraba dos días. Un paquete de yerba duraba un día. Las nenas peleaban con mi hermana por los juguetes.
Me sacaron mi cama para que duerma la mujer de mi tío. Yo dormía en un colchón al costado de la cama de mis padres. Mi hermana conmigo.


Ya hacía un mes que estaban en casa. No se iban y todo parecía indicar que eso no iba a pasar nunca.
Mi tío se iba a la mañana y volvía a la noche. Decía que se iba a buscar trabajo.
Era una mañana de calor. Yo estaba escuchando la radio. Le cebaba mate a mi mamá. Mi mamá estaba planchando. Estábamos atentas a lo que la mujer de mi tío decía.
-De quién es esta casa- preguntó la nena más grande.
- De tu papá-dijo la mujer.
Cuando escuché eso la miré a mi mamá. Mi mamá golpeó la plancha contra la tabla de planchar. Fue al comedor. Yo la seguí.
-Está casa no es tuya-dijo mi mamá.
-Yo no dije nada- dijo la mujer.
- Le estás diciendo a tu hija que está casa es del padre. Y eso no es así.
Hubo un silencio.
-Se tienen que ir-dijo mi mamá.
La mujer de mi tío se puso a llorar. Agarró a las nenas de la mano y se fue a mi dormitorio. Mi mamá la siguió y se paró en la puerta.
-Hace un mes que están acá. No hay lugar para todos. Se tienen que ir.-dijo.
La mujer de mi tío se fue con las nenas.
A la noche vino mi tío solo. Ya estaba mi papá. Dijo que nosotros lo habíamos echado.
Mi papá discutió con mi mamá. No se hablaron por meses. Nosotras no volvimos a la casa de mi abuela. Sólo mi papá la visitaba. Yo tenía diez años.



Hacía un año que mi papá había muerto. Yo nunca había ido al cementerio. No podía hacerlo. No podía aceptar entrar al cementerio.
No iba y me sentía mal. Mi mamá, mis hermanos, mis tíos, mi abuela, todos iban al menos una vez al mes. Todos me contaban esas visitas, me contaban cómo había quedado la lápida.
La lápida había sido motivo de peleas. Qué iba a decir la lápida.
Siempre estarás presente en nuestros corazones. Tu madre, hermanos, esposa, hijos y nietos. Eso decía la lápida. Cuando mi madre fue al cementerio y leyó eso se enfureció. Cómo pudieron poner primero a mi abuela y después a ella. Desde ese momento no habló con mis tíos y menos con mi abuela.
Me decidí y fui al cementerio. Era sábado y era otoño. A los puestos de flores siempre los había visto de lejos. Esa mañana estaban cerca. Se veían distintos. El olor era insoportable. No compré flores. A mi papá no le gustaban. Subí las escaleras grises. Me acordé del día del entierro.
El cementerio. Un amigo me había dicho que la primera vez que uno iba al cementerio era difícil. Difícil pensar que uno iba a visitar a un muerto. Pero era eso. Después te acostumbras a caminar entre las tumbas. Eso me dijo. Me acuerdo que reparé en la palabra acostumbrar. Yo no quería acostumbrarme a la ausencia.
Yo tenía anotado en un papel la ubicación de la tumba de mi papá. Era como tener anotada una dirección. Así me sentía, en un ciudad de muertos buscando la dirección de mi padre. Caminaba con cuidado. Estaba asustada. Mi papá decía que tenía que tenerle miedo a los vivos y no a los muertos.
Caminé hasta donde estaba la capilla. Vi autos fúnebres. Una mujer abrazada a otra mujer que lloraba. Doble a la izquierda. Camine por un largo camino de cemento. No había nadie. El lugar es lindo pensé. Había árboles, el pasto estaba arreglado. Esa parte del cementerio era nueva. Mi papá fue uno de los primeros enterrados en ese sector. En ese momento no había tantas tumbas. El día del entierro observé que la tierra estaba llena de pozos. En un año el lugar estaba lleno de tumbas. Me sorprendió.
Encontré el sector. Caminaba entre las tumbas. Observaba con atención. Nombres y fechas de nacimiento y muerte.
Un cuidador se acercó y me preguntó qué buscaba.
-Buscó la parcela 120. Le dije.
-Es está- me dijo el cuidador.
Me señalo la tumba que estaba frente a él. Di la vuelta. Leí el nombre de mi papá. Néstor. H. Lobos. Me acordé de los boletines de la escuela. Así aclaraba la firma. La N y la H estiradas más largas que la L de Lobos.
El cuidador no se fue. Lo mire. Quería estar sola con mi papá.
-Hace unos días vino un hombre. Dijo que quería cambiar la lápida por una que tiene un adorno.-dijo y se acomodó la gorra- Yo lo dije que la puedo cambiar, pero es más caro.
-Cómo era el hombre-le pregunté.
-Era un hombre alto. Morocho. Dijo que era el hermano.
- El es mi papá . Yo soy la hija de él- dije y señale la tumba. -Yo decido que se hace. Pero a ese hombre no le haga caso está loco y dice cualquier cosa.


Andrea Lobos

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